Cuanta razón tiene esta opinión que ha salido hoy en el Diario de Mallorca.
JORDI MARTÍ Uno de los momentos más desconsoladores para un escritor es encontrar alguno de sus libros recién publicados en una librería de lance. Sobre todo si el ejemplar tiene una dedicatoria tachada. Sobre todo si está mal tachada y el escritor reconoce o adivina, bajo el torpe borrón, el nombre de la persona a la que dedicó el libro y ahora se lo ha quitado de encima vendiéndolo a un librero de viejo. Sobre todo si, al hojear el libro, el escritor adivina, por las hojas impolutas y el lomo impecable que el libro no ha sido leído. Creo que ese momento es más demoledor, incluso, que el día que el editor le da al escritor la cifra real de ejemplares vendidos de su libro. No hay vanidad que no se resienta ante estas cosas. Y de vanidad los escritores sabemos un rato, ¿verdad?
Lo que ocurre es que el propio espacio físico de una librería de viejo debería ser una lección suficiente para curar al escritor de cualquier vanidad. Una librería de viejo tiene clientes que compran libros; pero la mayor parte de ejemplares que se amontonan en sus anaqueles y llenan sus estantes, mesas y almacenes, no encuentran salida: se quedan allí durante años porque se han convertido en libros sin lectores. La mayoría se trata de libros que se editaron con pocas posibilidades reales de interesar a un gran número de lectores. Son libros que circularon poco, se vendieron poco y se leyeron aún menos en su momento. Figúrense al cabo de los años. Ello no quiere decir que fueran de escasa calidad: a veces, entre esos títulos y autores olvidados hay auténticas joyas e, incluso, se da el caso de que de ahí puede surgir la recuperación de un autor olvidado que encuentra a su público póstumamente.
También podemos encontrar libros hoy olvidados de autores que en su momento tuvieron bastante fama. Algunos fueron, incluso, best-sellers, pero ya nadie los recuerda. No son mejores ni peores que otros libros de éxito hoy en día: sencillamente su tiempo ha pasado y, por su escasa calidad, no merece la atención de los especialistas y críticos que podrían reeditarlo en colecciones de clásicos con pocos lectores y mucho prestigio. Podemos encontrar reediciones de La Galatea de Cervantes o El peregrino en su patria de Lope, que nadie lee a no ser que se vea obligado por estar cursando algún curso de Filología Hispánica. Pero no se reedita a Armando Palacio Valdés. ¿Para qué? Sus libros pueden encontrarse en cualquier librería de viejo, aunque en realidad casi nadie los compre.
¿Se han parado a pensar en los miles de títulos que acumulan polvo en las innumerables librerías de viejo de cualquier ciudad sin que a nadie le interese adquirirlos y leerlos? ¿Imaginan el esfuerzo y la fuerza de voluntad que pusieron sus autores en la escritura de todos ellos, tanto los buenos como los malos? ¿Pueden figurarse la ilusión con que recibieron sus autores los primeros ejemplares impresos de esos libros que ahora permanecen olvidados en el cementerio que son esas librerías? La mayor parte de libros que se escriben no llegan ni siquiera a ser publicados; pero la mayoría de los que se publican acaban por ser olvidados, como si nunca se hubieran editado. ¿Cómo podemos los escritores seguir siendo vanidosos ante eso? Tal vez porque sin vanidad no escribiríamos. Sin esa absurda confianza en lo que hacemos, probablemente, no habría literatura.
http://www.diariodemallorca.es/opinion/2011/03/24/libros-lectores/655783.html
JORDI MARTÍ Uno de los momentos más desconsoladores para un escritor es encontrar alguno de sus libros recién publicados en una librería de lance. Sobre todo si el ejemplar tiene una dedicatoria tachada. Sobre todo si está mal tachada y el escritor reconoce o adivina, bajo el torpe borrón, el nombre de la persona a la que dedicó el libro y ahora se lo ha quitado de encima vendiéndolo a un librero de viejo. Sobre todo si, al hojear el libro, el escritor adivina, por las hojas impolutas y el lomo impecable que el libro no ha sido leído. Creo que ese momento es más demoledor, incluso, que el día que el editor le da al escritor la cifra real de ejemplares vendidos de su libro. No hay vanidad que no se resienta ante estas cosas. Y de vanidad los escritores sabemos un rato, ¿verdad?
Lo que ocurre es que el propio espacio físico de una librería de viejo debería ser una lección suficiente para curar al escritor de cualquier vanidad. Una librería de viejo tiene clientes que compran libros; pero la mayor parte de ejemplares que se amontonan en sus anaqueles y llenan sus estantes, mesas y almacenes, no encuentran salida: se quedan allí durante años porque se han convertido en libros sin lectores. La mayoría se trata de libros que se editaron con pocas posibilidades reales de interesar a un gran número de lectores. Son libros que circularon poco, se vendieron poco y se leyeron aún menos en su momento. Figúrense al cabo de los años. Ello no quiere decir que fueran de escasa calidad: a veces, entre esos títulos y autores olvidados hay auténticas joyas e, incluso, se da el caso de que de ahí puede surgir la recuperación de un autor olvidado que encuentra a su público póstumamente.
También podemos encontrar libros hoy olvidados de autores que en su momento tuvieron bastante fama. Algunos fueron, incluso, best-sellers, pero ya nadie los recuerda. No son mejores ni peores que otros libros de éxito hoy en día: sencillamente su tiempo ha pasado y, por su escasa calidad, no merece la atención de los especialistas y críticos que podrían reeditarlo en colecciones de clásicos con pocos lectores y mucho prestigio. Podemos encontrar reediciones de La Galatea de Cervantes o El peregrino en su patria de Lope, que nadie lee a no ser que se vea obligado por estar cursando algún curso de Filología Hispánica. Pero no se reedita a Armando Palacio Valdés. ¿Para qué? Sus libros pueden encontrarse en cualquier librería de viejo, aunque en realidad casi nadie los compre.
¿Se han parado a pensar en los miles de títulos que acumulan polvo en las innumerables librerías de viejo de cualquier ciudad sin que a nadie le interese adquirirlos y leerlos? ¿Imaginan el esfuerzo y la fuerza de voluntad que pusieron sus autores en la escritura de todos ellos, tanto los buenos como los malos? ¿Pueden figurarse la ilusión con que recibieron sus autores los primeros ejemplares impresos de esos libros que ahora permanecen olvidados en el cementerio que son esas librerías? La mayor parte de libros que se escriben no llegan ni siquiera a ser publicados; pero la mayoría de los que se publican acaban por ser olvidados, como si nunca se hubieran editado. ¿Cómo podemos los escritores seguir siendo vanidosos ante eso? Tal vez porque sin vanidad no escribiríamos. Sin esa absurda confianza en lo que hacemos, probablemente, no habría literatura.
http://www.diariodemallorca.es/opinion/2011/03/24/libros-lectores/655783.html